martes, 23 de septiembre de 2008

El pentáculo

El pentáculo es un símbolo precristiano relacionado con el culto a la Naturaleza. Los antiguos dividían el mundo en dos mitades: la masculina y la femenina. Sus dioses y diosas actuaban para mantener un equilibrio de poder. El yin y el yang. Cuando lo masculino y lo femenino estaban equilibrados, había armonía en el mundo. Cuando no, reinaba el caos. Las religiones de los primeros tiempos de la historia se basaban en el orden divino de la Naturaleza. La diosa Venus y el planeta Venus eran lo mismo. La diosa ocupaba un lugar en la bóveda celeste nocturna y se la conocía por multitud de nombres –Venus, La Estrella de Oriente, Ishtar, Astarte-, todos ellos conceptos del gran poder femenino y sus vínculos con la Naturaleza y la Madre Tierra.

El planeta Venus traza un pentáculo perfecto en la Eclíptica cada ocho años. Tan impresionados quedaron los antiguos al descubrir ese fenómeno, que Venus y su pentáculo se convirtieron en símbolos de perfección, de belleza y de las propiedades clínicas del amor sexual. Como tributo a la magia de Venus, los griegos tomaron como medida su ciclo de ocho años para organizar sus Olimpiadas. En la actualidad, son pocos los que saben que el hecho de organizar los Juegos Olímpicos cada cuatro años siguen debiéndose a los medios ciclos de Venus. Y menos aún los que conocen que el pentáculo estuvo a punto de convertirse en el emblema oficial olímpico, pero que se modificó en el último momento: las cinco puntas pasaron a ser cinco aros formando intersecciones para reflejar mejor el espíritu de unión y armonía del evento.

Los símbolos son muy resistentes, pero la primera Iglesia católica romana alteró el significado del pentáculo. Como parte de la campaña del Vaticano para erradicar las religiones paganas y convertir a las masas al cristianismo.

El Código Da Vinci
Dan Brown

sábado, 13 de septiembre de 2008

Lo que se muestra

No es que una parte decisiva de mí permaneciera siempre oculta a los ojos de todos: yo era lo que estaba escondido, yo consistía en mi secreto y en mi trivial clandestinidad, y el resto, lo exterior, la cáscara, lo que veían los otros, no me importaba nada, no tenía nada que ver conmigo.

Con vanidad literaria quería refugiarme en mi condición de desconocido, de escondido, pero lo cierto es que también había en mí una propensión a la conformidad tan acentuada al menos como mi instinto de rebeldía, con la diferencia de que la conformidad era práctica y real, mientras que de la rebeldía sólo llegaba a traslucirse ocasionalmente de cara a los demás una confusa actitud de disgusto.

Sefarad
Antonio Muñoz Molina